lunes, 4 de julio de 2011

CUANDO UNO MISMO ESCRIBE.

POR: RAUL PACHECO BLANCO.

Cuando uno mismo escribe las cosas como que no se dan, según el lenguaje de los entrenadores argentinos cuando pierden un partido, las palabras no fluyen, puede que aparezca el pensamiento, pero desde luego se manifiesta con muchas limitaciones y sobre todo, influenciado por la cultura libresca. Pero no sale nada propio. Todo es más lento, es como enhebrar una aguja cuando ya se está quedando ciego. En tanto que si los hados llegan , de pronto se despierta la pluma, se aligera el vuelo, o mejor, toma vuelo, porque antes iba uno por tierra, arriando mulas. Ahora en cambio cuando ya los hados intervienen el ritmo se establece, uno no sabe cómo y llegan las palabras, las frases, fáciles, con hondura o sin ella, guardando la coherencia hasta que en menos que canta un gallo se han escrito unas cuantas cuartillas en donde uno francamente como que no se halla, como si se tratara de alguien que le hubiera llevado la pluma o que le hubiese hecho la tarea. Y puede uno perfectamente identificar cuales renglones escribió de su propia sangre y de su propio sudor, porque es como si ya formaran parte de la familia, pero otra frases o palabras extrañas, recién llegadas que uno no reconoce, ya son de filiación distinta.
Esta experiencia es permanente y desde luego se da cuando se trata de escribir temas literarios, porque cuando ya se entra en la esfera de la ciencia o del conocimiento, ya las cosas cambian y ahí si es mejor tirar por la borda cualquier intento de suplantarlo a uno, porque todo se va al traste. Es en el texto literario en donde se nota esta influencia extraña, en donde se cuelan esencias que uno no cree propias y que sin embargo están ahí, latentes, a la espera de que alguien más avezado entre a descubrirlas y cuando las descubre, viene el deslumbramiento. Pero mientras tanto el paso se hace lento, pesado, crudo, que no se reventar por parte alguna. De ahí que muchos escritores entran en pánico cuando están frente a las cuartillas en blanco. Porque esos hados no han llegado y si no llegan, pues el carro se queda varado. En cambio si llega, se instala la certidumbre y el universo se abre como si no tuviera secretos, abre todas las puertas y todas las ventanas y entra el aire de la montaña a refrescarlo todo. Así que uno vive preso de esa fuerza que no siempre se manifiesta y que sin ella, no se brilla, no se hace la luz. Por eso Goethe al morir repetía : luz, más luz.

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