jueves, 24 de febrero de 2011

SE LLEVARON LA CASA DE FERNANDO DE LA VEGA.

POR: RAUL PACHECO BLANCO.
Por los años cincuenta llegó a Bucaramanga una pareja de cartageneros con aire de turistas costeños, pero con el señorío propio de los cartageneros, que son los cachacos de la Costa. Eran Fernando de la Vega y Socorrito Milanés de De la Vega. Habían construido casa en Sotomayor, con una arquitectura marina, pues aquella parecía un barco, con sus miradores que atalayan el mar, de espaciosos corredores por donde seguramente ellos buscaban la brisa del mar. Querían encajonarlo para traérselo a su nueva vivienda. Don Fernando padecía alguna enfermedad que requería un clima como este y además, no le disgustaría para sus estudios y trabajos históricos, por lo tranquila y silenciosa. . El era un historiador, hermano de José , el compañero de Laureano Gómez en la fundación de El Siglo. Allí se encerraba a leer y escribir, mientras doña Socorrito se metía en el medio, con ese ritmo de su voz y su aire de esclavista tardía. Por las tardes don Fernando se venía desde su casa hasta la tienda de don Salvador para tomar sus onces, luego de haber trajinado con sus libros y sus papeles y nosotros salíamos de clase a tomar helados con gaseosas del colegio San Pedro Claver. Era un hombre de regular estatura, eso si con cara de historiador y de intelectual. De esa época viene su libro Bolívar Legislador, Núñez Bolivariano,, que le editó la Academia de historia de Santander. Doña Socorrito por su parte, iba a cuanta ceremonia había y ya estaba convertida en uno de los personajes de la ciudad, pues a donde quiera que iba su porte y su tono de voz, abierto como si le hablara al mar, se dejaba notar. En alguna ocasión estábamos en el teatro Sotomayor y salíamos de alguna ceremonia y doña Socorrito de una vez me llamó y me dijo :! oiga, chino ¡ tráigame un taxi. Yo me quede mirándola con cierta displicencia y me fui retirando. Estos chinos de ahora ya no sirven para nada fue la reacción de doña Socorrito, quien tuvo que ir ella a conseguir el taxi. Pasaron los años y los viejos se fueron, pero dejaron en el colegio de San Pedro a su sobrino Roberto Luna de la Vega. Y se perdieron y quedó su casa, que con el correr del tiempo terminó en una clínica. La casa sobrevivió unos sesenta años. Pero de pronto, cuando los vecinos pasaban por allí, en una mañana de comienzos de año, la casa ya no estaba. Se la habían llevado y a su alrededor, escondiendo la encía que dejaba su estructura, la ceñía una especie de mortaja de plástico que velaba el muñón recién abierto, que se quedaba sangrante.

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