viernes, 2 de mayo de 2008

UN GRAN ROMANTICO

Por Raul Pacheco Blanco.


Luis Fernando Sanmiguel fue un romántico.
Enamorado de la estética y de la buena vida.
Cuidaba de su apariencia personal con esmero , manejando buena ropa y el sello personal de la loción, que en su época era la Yardley, una loción inglesa que salió del mercado quizá porque era demasiado buena y de la cual parecía su distribuidor, pues su olor se extendía a varias cuadras a la redonda de su casa.
Su cabello siempre bien peinado, color petróleo, se mantenía impecable durante las veinticuatro horas del dia, lo mismo que su cara rubicunda como señal de buena comida y buena bebida.
Ahí era donde entraba el whisky, pues era un caballero de copa en mano, que siempre tomaba en su casa, en tenidas de amigos, en los clubes o en cocteles, pero sin llegar a necesitar una vaso de cerveza al filo de la tarde en un café, o tomarse un aguardiente de caña en una fonda de mala muerte.
En eso era muy estricto, porque lo guiaba la estética y el buen gusto en la búsqueda de una cierta aristocracia de la conducta.
En la universidad se rodeó de buenas amistades y fue amigo personal de Misael Pastrana , quien desde la presidencia siempre lo tuvo en cuenta.
Llegó a la alcaldía de Bucaramanga con ese aire romántico de hacer cosas, amándolas.
Acompañó a su amigo Misael en su campaña presidencial con la devoción del compañero y del copartidario.
Fue a la diplomacia, un terreno natural para él a disfrutar de la vida de salón.
Y en la mayoría de sus años fue el profesional dedicado, con muy buenos casos, ejerciendo con altura para no dejarse enredar en la lucha por los poderes a las puertas de las comisarías o de las inspecciones de policia.
Por cierto, en las tardes, cuando cerraba su despacho salía en su vehiculo a recorrer las calles, sobre todo aquellas enchapadas de colegialas y como si llevara red para la pesca , se hacía a las especies que se sometían a sus halagos, con esa vena romántica que siempre lo acompañaba, enamorado de la vida y de todos sus encantos y recogía jovencitas, así como Alberto Garcia Herreros, en otras calles, recogía jovencitos inocentes.
Luego llegó a la Superintendencia de Sociedades y allí se dejó llevar de los encantos de una secretaria que lo envolvíó en ellos y se lo llevó al Ecuador a vivir un romance, ya en el otoño de su vida, cuando la suerte está echada y no hay nada qué hacer porque la biología no aguanta el tamaño de los sueños y, lo que es peor, no perdona.
Como sí lo hizo su esposa, con elegancia cristiana de buena ley, que lo llevó de nuevo al hogar a empezar una nueva vida, lejos del mundanal ruido, cerca al mar, alejado del chisme de la provincia y no dando pábulo a los chacales de la Triada.
Y murió bajo el golpe aleve de una enfermedad, la del olvido, diluyendo un rico pasado de una vida intensa y bien vivida.

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