Por: Raúl Pacheco Blanco.
Yo conocí a Roberto Jaimes jugando basket. Era un jugador incisivo, guapo, echado para adelante. Sin mucha técnica, pero buen encestador.
En esa época los deportistas eran las figuras en los colegios y en las universidades y se convertían en verdaderos ídolos.
Luego vino su vinculación a la Universidad Industrial, que le copó la vida y era uno de sus grandes amores. Recuerdo que en alguna oportunidad lo acompañé hasta el Ministerio de Hacienda, para hablar con Durán Dussán sobre una partida para la Uis y logramos la asignación. Siempre vivía en esa función.
Fue decano, rector, profesor y aguantó las épocas duras, cuando los muchachos se iban para el monte a luchar por la revolución social.
En medio de ese ambiente izquierdista se batió con fortuna, porque sobrevivió tanto a esas épocas como a otras, todas por demás turbulentas. Pero el tenía una forma de encarar los problemas, sin esconderse y, además, sin prevenciones, trabajando siempre sobre realidades.
Allí en la Universidad hizo de todo, colaboró a la creación de entidades que hoy funcionan. Que tienen presente.
Era conservador tradicionalista, tanto por la concepción de la cultura de hogar, las buenas costumbres y toda esa parafernalia moral, pero tan moderno y tan abierto que no se asustaba con ideas exóticas y convivía con ellas sin escandalizarse, sin meterle ni teología ni confesionalismo a las cosas, sino en la forma más sencilla, acercándose al otro, no con argumentos escolásticos, sino humana, cordialmente.
En eso parecía más un camarada comunista, desde luego sin lenguaje encriptado, que un conservador ortodoxo, lleno de prejuicios.
Vivió hacia la comunidad, metido en el tejido de todos los días, buscando la acción, colaborando, porque hasta cometió versos, que desde luego no figurarán en antologías pero si en la benévola memoria de sus amigos.
Pero lo más admirable en él, fueron sus últimos años. Cuando lo vimos luchando como un titán contra la enfermedad.
Y aguantó el manoseo para despedirlo porque se moría al día siguiente y, al día siguiente estaba con más ganas de vivir que cualquiera y, quienes le organizaban homenajes se arrepentían, porque los hacía quedar mal pues él todavía no se moría, seguía como un roble, resistiendo.
Seguramente no le temía a la muerte, porque no obstante los golpes aleves que recibía de su enfermedad, no lo amilanaban, antes por el contrario, seguía trabajando con más ahínco, como si tuviera vida suficiente para derrochar.
En su refugio de la Sociedad de Mejoras Públicas, lo vimos entusiasmado en el proyecto de la revista, convocando escritores, vinculándolos al calor de un vino y con el sabor deslizante de los quesos, buscando el encuentro de la emoción por la ciudad, de la querencia regional.
Y asistía, como un sauce a quien le pesan más las ramas que lo agobian, que el peso de la tempestad a su alrededor tratando de intimidarlo, mientras todavía queda el tronco que lo sostiene y que no cede ante todas las arremetidas cruzadas de tantas fuerzas desatadas.
Yo me descubro ante su valor de varón, que no necesitó nunca adornarse de un arma para defenderse, sino con la sola entereza de su carácter que le venía de nación y,que cuando tuvo que enfrentar el reto supremo de la muerte, como los toros de casta, tuvo que ser devuelto vivo a los corrales.
sábado, 17 de mayo de 2008
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