Por: Raúl Pacheco Blanco
Rafael Rueda Prada era áspero, producto del ambiente, pero cordial a su manera. Se daba aires de gran señor escogiendo amistades, como la que mantuvo con el presidente López Michelsen, a quien llevaba a su casa para atenderlo a cuerpo de rey. A raíz de esa amistad salió su consulado a Barcelona, donde dio rienda suelta a su vocación de contertulio irreductible. Allí se compró un smoking blanco que lució el día de su posesión en la alcaldía de Bucaramanga, cuando los concejales hacíamos comentarios de mala leche.
Apasionado lector. Era devoto de García Márquez a morir y yo estuve con él cuando lanzaron una de las obras del Nobel en la biblioteca Gabriel Turbay y gozaba esperando el libro, tanto, como un pequeño ante la expectativa de una bolsa de caramelos. Recortaba artículos y los guardaba en su cartera. A mi me mostró en Mercadefam, un artículo mio, ya amarillo, sobre algo que seguramente le llamaba la atención y lo mantenía junto a los billetes de banco.
Siempre estaba atento a las primicias de las librerías.
Otro día me lo encontré en Abrapalabra y me entregó un retrato viejo, de su época de colegio, con tanta gente conocida que yo le dije me lo prestara para llevárselo a don Roberto Franco en Vanguardia y publicarlo un domingo.
Recuerdo que ese día me regaló la autobiografía de Charles Darwin y yo como tratando de compensar en algo su generosidad le dije que si le gustaría le mandara por red algunos ensayos míos y sin pensarlo dos veces me contestó: ¡No!.
Ante esa exquisita sinceridad decidí cambiar de tema.
En la primera campaña a la presidencia invitaron a Alvaro Uribe a una de las universidades de Bucaramanga y allí, cuando avanzaba la exposición, Rafael se levantó con un libro en la mano, si mal no estoy, Los Jinetes de la Droga y, le leyó el párrafo donde decía que su padre, un finquero antioqueño de mucho dinero, había sido narcotraficante.
Uribe mostró su fastidio y solamente dijo que ese era un cuento ya muy gastado y que por lo tanto pasaba de largo.
Ya para esa época tenía cierta dificultad al hablar y sin importarle ese menoscabo , se esforzaba por vocalizar.
Y en el club del Comercio una noche se llevaba a cabo un banquete en homenaje a Alvaro Beltrán Pinzón y estábamos sentados en la misma mesa, cuando de pronto se levantó de su asiento y se fue hacia el escenario, tomó el micrófono y yo esperé lo peor, a juzgar por el antecedente de Uribe. Pero no. Simplemente leyó una carta de su hija residente en el extranjero para el homenajeado.
Le encantaba pues, salirse del libreto.
Y lo veía uno por las calles de la ciudad, metido en su coche , como aprendió a decir en Barcelona, agarrado al timón en el naufragio de las limitaciones que da la edad y, como si tratara de desafiarse a si mismo y al destino del hombre que lo agarra para minimizarlo.
A la hora de su muerte no quiso estar sino con los suyos, sin la presencia incómoda de todo el mundo, para evitar la tertulia malévola alrededor de un ataúd, que no permite las réplicas desde las sedas que envuelven un silencio de siglos, porque lo que era, ya no es; o hasta de pronto, empieza a ser.
viernes, 2 de mayo de 2008
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