miércoles, 29 de septiembre de 2010

LAS CENIZAS DE MI MADRE.

POR: RAUL PACHECO BLANCO:

Heredé las cenizas de mi madre, con la muerte de mi hermano mayor, quien las guardaba con recelo en su taller, lejos de su esposa que se moría con ellas porque le tenía pavor a la muerte y por el tabú católico de que deben reposar en un lugar sagrado para siempre : en una iglesia, en un cementerio, pagando diezmos..
Yo en cambio las quería, con el aprecio que tenían los romanos a las cenizas de sus antepasados, a los cuales les rendían pleitesía en un altar , construido en el lugar más privilegiado de la casa, para que fueran motivo permanente de testimonio de admiración y de respeto. Era el lugar sagrado de la morada .
Allí reposaban las espadas de los viejos guerreros, las condecoraciones, el laurel de la gloria de los mortales. Era un lugar de culto.
Pero aquí se tejieron leyendas sobre las cenizas de los muertos : que su alma estaría en pena, vagaría por el mundo sin sosiego y no tendría calma ni reposo , si no se le confiaba a alguna parroquia el sagrado privilegio de tenerlas. De lo contrario estaría poseída de la angustia y la ansiedad , además de asustar a los niños de la casa, y permitir el ingreso del demonio en horas de la noche, para tratar de influir malsanamente en el juicio final y correr el peligro de que esa fuera la causa última para ir al infierno, cuando ya estaba a la pura entrada del cielo. En la puerta del horno se quema el pan, decía el proverbio.
Por otra parte también se repudiaban las cenizas, porque el recuerdo de la persona amada era lo importante y no ese desecho material en que quedaba convertido su cuerpo, reducido primero a cadáver, luego a simples huesos y por último a cenizas, negras, que se lleva el viento.
¿ Cómo puede representar semejante desecho lo que fue esa persona, bella, inteligente, amada y ahora un polvo negro?. Acuérdate que eres polvo y en polvo te has de convertir, dicen el miércoles santo , cuando se impone la ceniza en la frente, para que nos acordemos, por un solo momento, en lo que vamos a quedar convertidos. En un polvillo negro que solo sirve para embadurnar la frente del feligreses que se acercan a que le impongan la ceniza, el miércoles de ceniza.
Con toda esa carga de elementos negativos llegaron a mi poder y yo no me atrevía a abrir la caja, la pequeña urna que nos entregaron en la funeraria luego de su cremación, a la cual asistimos, sus tres hijos, viendo que le viejita, hecha ya puros huesos, a su noventa y seis años, entraba a la bóveda de fuego donde se quemaría y se perdería para siempre.
Y a mí me quedaba de todos esos prejuicios, uno ultimo, que era el sanitario : ¿ podrían causar algún efecto biológico esas cenizas, sería sano tenerlas?.
Las llevé primero a mi estudio. Las metí en una gaveta , envueltas en un plástico que se fue deteriorando con el tiempo.
Y la caja se quedó olvidada allí, hasta que decidí rescatarla y llevarla para la casa, como los romanos antiguos, para tenerla presente todos los días, para rendirle el testimonio del cariño y del amor a la madre.
Y le quité el plástico ya gastado y polvoriento y quedó la urna y la colocamos en el estudio de la casa, en lo alto de una biblioteca. Y allí quedó.
Pero no me atrevía a abrirla, por miedo a un olor mefítico, o a que las cenizas negras humillaran de nuevo a la especie humana, y que su orgullo quedara reducido a semejante nimiedad.
Pero decidí abrirlas un día y no aparecieron las cenizas negras. No tuve que taparme las narices , ni recibí una impresión negativa. Antes por el contrario, veía unas especie de caracolas blancas, como las que uno recogía en la playa, mientras el mar iba y venia. Y con mi madre anduvimos en esas, en el mar, recogiendo conchitas, tratando de cazar alguna en forma de caracol, o esas joyas marinas que son la inspiración de los joyeros. Me reconfortó porque comprobaba que a pesar de todo, el hombre, en su materia , no era un simple polvo, sino una concha marina, blanca, esparcida ahora en la pequeña urna y no regada en la playa.
Así que el hombre no es el desecho polvoriento olvidado en los caminos, sino un pedazo de caballito marino, roto por las traviesas manos del destino , pero con una materia prima que no venía de la tierra, sino del mar. Que no tenía la condición sucia de la arena del desierto, ni de la tierra negra, como la ceniza de semana santa, sino como rastro marino, sobre el cual acaba de pasar una gaviota. Me emocioné y me sentí redimido de que no voy a convertirme en polvo, como el del miércoles de ceniza, sino en una especie marina triturada por el tiempo.

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