Por: Raul Pacheco Blanco
Gustavo repartía sus aficiones entre la literatura y el derecho. Le apasionaban los clásicos y se engolosinaba con la armazón del derecho, bien sea en el plano civil o administrativo.
En alguna oportunidad le ofrecieron una plaza en el Consejo de Estado, pero la rechazó porque no le llamaba la atención la vida en Bogotá. Le encantaba el clima templado de Bucaramanga y su gente, sobre todo sus amigos, a quienes cultivaba con esmero. Porque por encima de todo era un gran contertulio. Su pasión por la discusión, por la charla en torno a temas políticos, de literatura u otros, era la mejor golosina para él. Era capaz de levantarse a la hora que fuera, con tal de dedicarse a alguna tertulia, al dialogo que lo enriquecía. Y ese entusiasmo por todas las cosas de la inteligencia lo llevaron también a las universidades, donde disfrutó del aprecio de sus discípulos, que veían en él un maestro. Incursionó ´a ratos en la política, pero no era su verdadera vocación. El decía que para ser político no se necesitaba sino de ganas y él no las tenía. Minimizaba pues, el papel del político. En su biblioteca se almacenaban densos libros sobre toda clase de disciplinas, que lo llevaron a manejar una prosa rica, viva. Poco amigo de las nuevas tendencias y de los nuevos autores, en literatura se mantenía firme a los clásicos, ahora llamados “canónicos”, por los críticos especializados. Nervioso, hiperactivo, lo hacía un tanto impulsivo, pero él refrenaba sus reacciones, llevadas por ese culto a la caballerosidad, al don de gentes. Bien pronto se decepcionó de la política y de ahí que no lo cogió el morbo del sectarismo. Sus mejores amigos estaban precisamente en el bando contrario. Era convivente por naturaleza. Llegó a la alcaldía de Bucaramanga siendo muy joven , pero no le quedaron ganas de seguir ocupando puestos públicos. Tenía fama de ser el mejor civilista de Santander y uno de los grandes litigantes. Hombre muy de su hogar, esposo amantísimo y padre afectuoso. La viudez lo tomó por sorpresa y se allanó a ella, refugiándose en el coro de sus amigos, y en la lectura. Tradicionalista a morir, amaba su ancestro español y uno de las épocas más gratificantes par él, fue haber acompañado a Hernando Sorzano González, cuando éste estuvo como embajador en España. Gustavo fue su agregado cultural y se dedicó a pasear por los pueblos y pequeñas ciudades españolas, tan castizas, como el mismo don Quijote.
jueves, 26 de agosto de 2010
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