domingo, 14 de marzo de 2010

EDUARDO CABALLERO CALDERON:













POR: RAUL PACHECO BLANCO:

Recuerdo que cuando los jesuitas me rajaron en sexto año de Bachillerato en el colegio San Pedro Claver de Bucaramanga, mi papá me mandó para Pamplona al colegio Provincial, para que allí cursara las materias que había perdido , entre las cuales estaba la de religión, con una nota aleccionadora de 1.0.. Me trasteaba pues,, de los jesuitas a los hermanos cristianos . Y la cosa era delicada, porque si algo temía yo era el ambiente de soledad de los pueblos pequeños. Como el de Suratá, a donde me mandaba mi mamá a darme baños de depresión en la casa de los abuelos, sin otro consuelo que unos patos que cultivábamos con mis hermanos en la quebrada y los queríamos como unas mascotas . Los patos eran una especie de repollos que aparecían allí, nadando mientras la corriente pasaba a un ritmo como el del pueblo, lentísimo. Y desde luego, sin un balón de futbol que me hiciera compañía, porque me lo habían prohibido n la casa, como si fuera un elemento diabólico.
Cuando llegué a Pamplona, me recibió ese color de neblina y volví a sentir el peso de una ciudad medieval, como si el tiempo hubiera dado reversa y recordaba también cuando llevábamos a mi hermano mayor al seminario, cuyos claustros se sumían en el tiempo y flotaban en el espacio .
Como único consuelo en medio de esa desolación me había llevado la edición del Cristo de Espaldas de Caballero Calderón, en una edición que para esa época me parecía bellísima. Y tenía tanto éxito, como más adelante Cien Años de Soledad. Por lo menos a nivel nacional, porque nuestros escritores no habían traspasado el umbral universal. Ese era mi amuleto para conjurar los malos espíritus que se aposentaban en ese pequeño valle donde se asienta Pamplona.
A Caballero Calderón lo admirábamos porque era el rescate de la lengua castiza, mirando hacia los clásicos y seguía una línea parecida a la de Azorín que nos deslumbraba también por sus descripciones. Era la época del paisaje. De Peñas Arriba del Sabor de la tierruca., de José María Pereda.
Caballero era un purista del lenguaje y manejaba una prosa muy bella que se asentaba en Tipacoque, su pueblo natal.
Lo leíamos pues, con verdadera emoción , deleitándonos siempre por la cadencia de la prosa y la descripción de la vida rural colombiana.
Hasta ese momento, la novela no había dado el salto hacia la ciudad y se refugiaba en el canto de las mañanas, flambeadas por el cacareo de los gallinas, la expresión del poder rural, la lentitud de la vida campesina. Y si existía violencia, esa era la de los partidos políticos, con la eterna disputa entre el gamonal del pueblo y sus enemigos y en donde no podía faltar el cura y su sobrina. anclada en el ambiente rural. Y todavía no se asomaba ese tifón que vino a ser Gabriel García Márquez y que dejó sin lectores y sin oficio a los demás escritores.
Pero en esa época, hablo de los años cincuenta, la gran compañía para meterse en un libro, eran las obras de Caballero Calderón.
Lo malo es que ahora, en el año dedicado a su memoria, salga un internauta a decir : “ Ay don Eduardo, conocí tu pueblito Tipacoque en estos días …Por cierto, muy bonita su hacienda” Ahí si como dijo Bolívar de si mismo : “haré en el mar y edifiqué en el viento”

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