miércoles, 28 de marzo de 2012

FUE UN SUEÑO.














POR: RAUL PACHECO BLANCO.

Recuerdo que en nuestra casa las enfermedades se volvían una tragedia griega. Antes de que hubiera alguna evidencia, mamá se echaba a morir. Y se iba a la cama con dolor de cabeza, con jaqueca decía ella, se ponía a vomitar y nos hacia ver que sus días estaban contados. Lo mismo ocurría con las despedidas. Cuando a mi me operaron del apéndice y me llevaban en la camilla hacia la mesa de operaciones, mamá me dio un beso de despedida, pues yo me iba a morir, me iba a quedar en medio la operación : no había remedio. Y así.
Cuando la ida de Manuel a España, la despedida fue dramática, pues Manuel ya no volvería nunca : el barco que iba a tomar en Buenaventura, seguramente se hundiría o cuando él fuera un pintor consagrado, ella ya no estaría presente.
En los viajes de mi papá a Europa y a tierra Santa, mamá no quiso ir porque el avión seguramente se caería en pleno océano. El miedo a la muerte lo tenía muy arraigado mi madre, que por cierto vivió 97 años.
Esta pues es la carga genética que llevábamos en la casa sobre posibles enfermedades, operaciones, dolencias, en fin.
De ahí que debimos empezar a liberarnos de semejante herencia, pues mamá se moría todos los domingos por la mañana.
Por eso la llamada de Chile de Rauleduardo nos dejó ante una gran expectativa : venía a Colombia para que sus compañeros de Colegio, hoy cardiólogos reputados, lo examinaran y comprobaran si en realidad tenia un orificio de tres centímetros en el corazón, pues en Bogotá aunque se lo habían cerrado con un parche, ese parche se cayó y no aparecía por parte alguna
Pero Rauleduardo estaba lleno de una energía que nos conmovió desde un principio. Nos decía que la iglesia de Manolo lo había encomendado a Dios y que habían rezado por él y que esa lluvia de energía le había llegado y se sentía sanado. Que por lo tanto, su venida a Bucaramanga era más que todo para comprobar que efectivamente el hueco se había cerrado.
Eso nos tranquilizó en medio de todo, pues lo más importante era que enfrentara semejante reto con un buen ánimo, pues venirse de Chile sin su familia, nadando en lo incierto, no era cualquier cosita. La duda flotaba en medio de la certidumbre. Pero otra posibilidad podía ocurrir y era el que fuera operado si no se comprobaba que el hueco se había cerrado. Y el riesgo era grande. Y la peor: de que no volviera a Chile. Aterrador.
Las despedidas debieron ser traumáticas, pero Rauleduardo estaba tan impactado en su fe, que pasaba por encima de esas dificultades.
A Bucaramanga llegó muy bien. Algo excedido de kilos, con un estómago incipiente. Pero bien.
Lo recibimos con una euforia grande, pues a su vez, nosotros nos habíamos hecho la reflexión de que todo iría a salir muy bien. Yo por mi parte, dejé a un lado las percepciones de mi madre, el cuento de la tragedia, la creación de estados alterados, como se llama un conjunto musical de Colombia, para meternos dentro de un optimismo de nuevo cuño, poniendo la cabeza y la razón por encima de ese centro emocional que siempre nos lleva y que llevaba sobre todo a mi madre a imaginar tragedias en donde no las había. Nos limpiamos el alma. Nos dijimos que nada podía pasar.
Al día siguiente ya estaba en manos de su amigo Federico Saaibi y de su primo Mando, quienes lo examinaron, le hicieron toda clase de preguntas y sacaron sus conclusiones : tiene un hueco de tres centímetros en el corazón. Ahí se cayeron todas las oraciones. No se había operado el milagro, pero la situación no era desesperada y ahí si con la ayuda de Dios todo podía salir adelante.
Había necesidad de operarlo de nuevo. Esto fue un balde de agua fría para Rauleduardo que ya se sentía operado, como se sentía mi papá cuando se ponía en las manos de José Gregorio Hernández para su operación de la próstata por los médicos invisibles.
El cuento se regó por todo el continente. Allá en Santiago lo supieron Claudia y Carito y Sofita. Manolo y la Lely .Lo supo Luanda en Curitiba, Lelú-Pipe en Orlando, Jaime y Sonia en Boca Raton, Oscar y Alicia en Miami, Juan Sebastian y Elenita en Barcelona (España) Norita y Gladys, en Bogotá, Omar-flia en San Gil Y de todas partes llegaban los mensajes de aliento : de Medellín, de Bogotá, en donde Purita, Maricielo, Dina y Pilar también estaban al tanto de la jugada. Se volvió a crear pues, otro tifón de fe, que luego se convirtió en un tornado y fue envolviendo las cosas de tal manera, que nada podía resultar mal.
La llegada a la clínica fue suavizada por Lucero Gómez, tan bella, tan atenta, tan servicial; ni más faltaba que no fuera así, lo diría luego Teresita cuando le dijimos que Lucero había sido un ángel en la Clínica. Y luego el emperador de la clínica, Víctor, quien no podía ser más amable dentro de su estructura imperturbable, a quien no le tiembla el pulso de cirujano.
Y aparecieron dos niñas, como salidas de un cuento de hadas, tan unidas como Tola y Maruja, quienes como psicólogas entraron al juego a preparar el terreno y acomodar las cosas, de tal manera que el paciente estuviera a la altura de su buena condición física. Rauleduardo las escuchaba con un embeleso parecido al que siente cuando tiene a sus dos niñas juntas narrando sus experiencias en el colegio. Eran María Isabel Barrera y María P. Velasco.
Luego conoció a los cirujanos, el doctor Aníbal Machuca , un argentino que buscó mejores horizontes en el país y se vino a Bucaramanga importado por Víctor y, el doctor Antonio Figueredo éste sí criollo, quienes le dieron la gran confianza que lo llevó a desafiar todos los cánones del atrevimiento, cuando llamó a Santiago, en el momento mismo en que iba en camilla para el quirófano. Y el diálogo con Claudia y con las niñas no pudo ser más dramático, pero ahí estaba, ya metido en el cuento de que había que hacerle frente a lo que fuera. Y con lágrimas en los ojos, se despidió y entró la sala de cirugía, donde lo fueron preparando para la faena, como cuando le dan unos muletazos de entrada al toro para luego iniciar corrida, en donde se pondría en juego la vida y las cornadas.
Minutos de cierre, de angustia, cuando se abre un paréntesis para esperar lo mejor o lo peor. Pero nosotros siempre esperábamos lo mejor. Nunca dudamos de que fuera así . Ledita por su fe de pastorcita, Fofi por amor fraternal y yo por mi lavado cerebral.
Luego de unos reacomodamientos, se resolvió el día de la operación. Ese día nos fuimos tranquilos a la sala de espera, en uno de los pisos de la clínica, donde por cierto había un oratorio. Allí nos sentamos a esperar. Nos programamos para una operación de seis horas, tal como había ocurrido en Chile. Por lo tanto, el tiempo era el que sobraba. Luego vimos cuando llegó un sacerdote católico, quien iba a celebrar la misa. Unas cuantas mujeres se cercaron hacia él y lo saludaban de beso y él esquivaba los besos, hasta que se puso los ornamentos y se dedico de lleno a celebrar la misa.
Escuchamos la ceremonia y mi cónyuge fue a comulgar, mientras yo la seguía de lejos. El tiempo corría. Y pasaron las horas sin que la angustia nos devorara. Estábamos tranquilos, en un equilibrio manifiesto.
Pero como nos habíamos programado para un ciclo largo, nos pareció muy temprano cuando Lucero llamó para decir que la operación había concluido y que ya lo habían cerrado y estaba en reposo. Nos ahorramos así kilómetros de angustia porque si bien no la sentíamos, quien sabe si la cosa se prolonga hubiera sido lo mismo. Por eso, cuando se produjo la llamada, como que la certidumbre iba confirmando el optimismo con que todos afrontábamos el hecho.
Estábamos unidos muchas religiones en torno al mismo objetivo : que todo saliera bien.
Luego de dos horas de reposo, fuimos llamados por una enfermera quien dijo que la intervención había concluido, pero que el médico quería hablar con nosotros. Eso pero nos llegó como un aletazo que no estaba en el programa. Y corrimos hacia la sala, con el alma en la mano por aquel pero de la enfermera. Cuando las cosas salen bien, no hay necesidad de ponerle peros.
Afortunadamente en los corredores nos encontramos con el doctor Figueredo, un hombre joven, vivo, quien nos informó del éxito de la operación y de lo contentos que ellos estaban como caso profesional así de bien resuelto. Toda duda quedó disipada.
Ya en la sala de cuidados intensivos Rauleduardo estaba allí sedado, tranquilo, respirando bien, sumido en un sueño que le duraría un poco de tiempo.
Ya nos consolamos y asumimos el hecho de que todo había salido a pedir de boca.
Las llamadas de Chile, de Estados Unidos, de Brasil , España,de Colombia se iban penetrando de la noticia y todo fueron fiestas y risas de alegría. Ya Claudia y Manolo, La Lely, Sofi y Carolina, volvían a sonreír también.
Para el siguiente día le apareció un hipo que lo iba poniendo en aprietos y talvéz fue el único inconveniente que hubo, pues hasta nos pidieron que lleváramos bolsas de papel para que respirara en ellas. Nos parecía tan antidiluviano el remedio que no lo creíamos. Recogimos las bolsas de papel y las mandamos con Fofi, quien parecía una lanzadera entre el apartamento y la clínica. Y ella feliz, metida dentro del mundo de su hermano, comunicándose con él para darle fuerzas.
Cuando volvimos a la clínica a visitarlo, ya le había pasado el hipo y todo andaba sobre ruedas , menos el dolor en la herida, por lo cual tuvieron que ponerle dosis altas de droga para mitigarlo y que por cierto lo iban trastocando un poco.
Pero pasó y en menos de nada el médico le dijo que si quería irse ya de la clínica y él le contestó que si. Y cuando ya preparábamos la salida, y cuando le practicaron unos exámenes de rutina, le apareció una infección que frenó el proceso de salida.
En un principio las cosas fueron un poco difíciles, pues siempre estaba intranquilo y no se quedaba quieto en la cama, sino que daba vueltas por ella y corría el peligro que de pronto se fuera a caer. Hubo necesidad de colocarle la barandilla a manera de barrera para cualquier peligro.
Un día estaba en la cama y de pronto llegó una señora ya de cierta edad y se quedó mirándolo y le dijo: yo lo vi cuando lo sacaron de la sala de cirugía y lo llevaban a cuidados intensivos y usted sangraba por la herida, a tal punto, que yo creí que le habían metido una puñalada o algo por el estilo. Y así en esas condiciones, lo llevaron hasta la sala donde lo dejaron solo, mientras usted seguía sangrando.
A mi me dio tanta rabia la fabulación de la señora, que me salí de la pieza.
Eso no había ocurrido. Seguramente la señora estaba un tanto evaporada o mal de la cabeza o su capacidad imaginativa era tal, que le daba para hacer semejantes enredos.
Las mañanas se pasaban en el vestíbulo del piso, desde donde se podía observar parte de la ciudad y venia al menos un aire suave de la montaña. Allí tuvimos oportunidad de hablar de muchas cosas, pero nunca de la muerte. Porque quizá nos habíamos vacunado contra cualquier fuerza extraña que penetrara en nosotros para malearnos y volvernos la vida imposible. Hasta en las conversaciones nos cuidados de toda esa conversación dañina. Pero si filosofábamos y mucho.
Encontramos el hilo perdido de nuestra comunicación con el hijo despegado de la casa desde muy temprano, por uno u otro motivo y, que ahora teníamos la oportunidad de amarrar el afecto, de soportar su peso de oro y de alegrarnos porque la oportunidad había sido plena por donde quiera se mirara.
La atención en la clínica fue permanente, cubierta por enfermeras solicitas y discretas, con un raro perfil de niñas sin muchos atributos, quizá con el deliberado propósito de no disipar a los pacientes.
La salida fue apoteósica. Rauleduardo se hizo tomar fotos en la silla de ruedas que lo llevó a la calle. Al frente de la clínica. En todas partes.
Y salimos de allí rumbo a la casa, con la misma fe con que habíamos entrado, cuando todo era incierto y no sabíamos qué iría a suceder. Afortunadamente todo se cumplió como si la mano del creador hubiera facilitado las cosas, como si el orden no podía ser alterado en ninguna forma o manera.
Ya de vuelta a la casa, la aventura había terminado. Y todo lo mirábamos como si hubiera sido un sueño.

No hay comentarios: