viernes, 13 de enero de 2012

VILLA DE LEYVA.




POR: RAUL PACHECO BLANCO.

Villa de Leyva es una sorpresa. Al llegar, uno ve un pueblo como muerto, con una arquitectura colonial de dos pisos y balcones, pintada de blanco y con sus calles empedradas y se llena uno de una sensación de inmovilidad, como si el pueblo se recostara sobre la historia, al contemplar las casas echadas hacia atrás en medio de una laguna de piedra que es la plaza principal.
Quizá no haya una plaza igual a esta en el país, pues no existe un solo árbol, ni planta alguna , ni un gramo de cemento, ni candelabros para darle luz en las noches. Nada, apenas una fuente de agua que no funciona y en las esquinas una especie de bolardos donde está la iluminación. Así que se ilumina de abajo para arriba y no a base de luminarias verticales como en todos los parques de Colombia Pero apenas avanzando la mañana las calles se van llenando no de gente de la tierra, que parece esconderse, pero en realidad están trabajando, adentro en las casas y en los negocios, sino de toda clase de turistas, sobre todo extranjeros. El alemán se confunde con el francés y con el brasilero y con el habla cachaca de los bogotanos. Y empiezan los descubrimientos : hay almacenes con artículos de muy buena factura, de precios altos, atendidos por gente amable venida de otras partes, porque otra de las características de Villa de Leyva es la inmigración de extranjeros y de nacionales con sus propios negocios. Un mexicano, de mucho éxito, tiene tres restaurantes y todos se le llenan en la temporada de fin de año. Y al entrar a esas viejas casonas, se topa con el lleno completo, como en las plazas de toros. Y con muy buena comida, todo tipo de comida, internacional y nacional. Alrededor de ese marco impresionante de la plaza empedrada, la gente se sienta en lo que debieran ser las aceras, pero son apenas unas cuantas tablas colocadas allí a manera de asientos, que se llenan , mientras se come algo ligero, o se toma un jugo o una gaseosa de las tiendas vecinas. Entrar a la iglesia es devolverse un par de siglos hacia atrás, con esos altares enjoyados, cuyo amarillo quemado cunde y se adueña de todo el espacio .
Ya con la iglesia la plaza reafirma la identidad nacional, con esta joya arquitectónica y se olvida un tanto de la impiadosa piedra que solo permite ya no el paso de los casos de los caballos como antes, sino de zapatos de caucho que juegan con las rugosidades del piso y con lo quebrado del terreno donde la piedra gana todos los terrenos. Es un pueblo turístico a tal punto, que parece no haber casas de particulares, sino de puros hoteles, bares, restaurantes, almacenes. Caminar por sus calles, como si montara en un auto que se bambolea, es ver toda clase de rostros, blancos, morenos, de pelo amarillo y de vocablos surtidos.
Pero es el clásico refugio para calmar el estrés del año, para reposar en horas tranquilas cuando desde lo alto del hotel se ven las montañitas plácidas rasgando la altura y los árboles verdean al resplandor del día.
Es como una vuelta a uno mismo, quizá a lo mejor de uno mismo, cuando al paso de los días, se siente renovado y tranquilo. Con una felicidad que salta a los ojos.

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