domingo, 15 de enero de 2012

LA CATEDRAL DE SAL DE ZIPAQUIRÁ.




POR: RAUL PACHECO BLANCO.

La entrada es la común y corriente de una mina : un hueco profundo que no insinúa nada bueno, o la certidumbre de que se estará en la presencia de algo inigualable, de un tesoro escondido que se piensa rescatar a como dé.
La gente se aglomera para tomar el turno correspondiente y entran encaravanados a la mima. De pronto aparece el guía y hace toda clase de amonestaciones, que el terreno es resbaladizo, que existe un verdadero peligro de caídas, de lesiones y de algo más. Que dentro del precio que se pagó por la entrada, está contemplado el seguro de vida. Cada quien esconde por lo tanto su miedo, y se empieza a ver abismos de lado y lado, mientras el grupo trata de apretujarse. Algunos como que lo piensan dos veces y hacen las cuentas de si vale la pena entrar o no. ¿ Qué tal una caída ahí, dentro de un hueco oscuro, profundo, casi sin aire, propicio para la huida claustrofóbica?.¿ Qué tal? . Pero ya la suerte está echada y empieza la peregrinación hacia la catedral.
Primero, se pasa por las estaciones del rosario, en donde se esconden figuras abstractas que el guía trata de aclarar y empieza el regodeo del misterio. El espacio se prolonga, se mete a las entrañas de la tierra y clava una cruz y alrededor se hace el misterio. Todo indica que de allí puede salir una alucinación, o un milagro, o algo inesperado. Pero el guía vuelve a ponerlos en la realidad.
Y las estaciones, una a una se van contemplando, a lado y lado de la mina, por entre el piso empedrado, resbaloso y, mientras los que ya han visto la catedral regresan por el otro costado ya satisfechos de tanta curiosidad.
Las estaciones se interpretan como el abordaje latinoamericano hacia lo arcano, quitándole toda certidumbre, todo tinte racionalista, para abordar a Dios , a la divinidad desde el misterio, desde lo mágico. Por eso los mineros y constructores se dedicaron a abrir espacios, a jugar con la luz, con el espectro de las cruces, para que ello diera una vivencia de algo inasible, pero que se siente, que no se puede tocar ni ver, pero se vive. Cada quien siente como la tentación de irse tras el camino que señala cada apertura, de tratar de desentrañar algún misterio, de pronto encontrarse con Dios en algún vericueto, instalado allí, soberbio o amoroso.
Y al finalizar el periplo de las estaciones del rosario, con las explicaciones del guía, se llega por fin a la nave central.

Los peregrinos se van sobre el balcón que funge a manera de mirador y ven el espacio abierto de la nave central, de donde caen luces y sombras y como que empieza a sentirse el órgano de las grandes catedrales. Y de allí se baja por escaleras hacia donde están repartidas las bancas de la iglesia, presidida por un cristo que abre sus brazos de dolor y de martirio, pero también de fe.
Y cada quien siente la tentación de contemplarse allí, hundido en la tierra, metido en un hueco donde le proyectan una idea de algo que no puede definir y que siempre será el gran misterio para el hombre. Pero la naturaleza es complaciente y se presta para toda esta clase de elucubraciones que el hombre se hace en su infinito afán de desentrañar algo, de arañar el conocimiento de algo que lo desvela y lo ha desvelado siempre.
Y luego se paran frente a la piscina mágica, donde reverberan haces de luz que se destiñen, como al paso de las olas. Y refuerzan la idea de todo el conjunto de la catedral, que es la de rodear de misterio, de llevar a otro terreno a los peregrinos que se han decidido a entrar a las entrañas de la tierra, no obstante las tremendas advertencias del guía.
Luego se sale con una gran complacencia, como si se hubiera liberado de algún peso, como si se acabara de llevar a cabo una gran aventura : la aventura de lo inasible, de lo eterno, de lo otro que ya no somos nosotros.

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