domingo, 5 de octubre de 2008

MEMORIAS DEL PARQUE BOLIVAR.

POR: RAUL PACHECO BLANCO .


Al parque Bolívar llegábamos a jugar y a comer mangos.
El parque era una especie de bosque tupido que daba una gran sombra por todos los costados, mientras en el suelo, en tiempos de cosecha caían los mangos en cascada y se rompían al chocar con el piso.
Pero los árboles de mango estaban protegidos por una alambrada de garantías hostiles, como decía Gabriel Turbay.
Así que esas alambradas que los protegían de los embates de los vecinos, se nos hacían como las de los campos de concentración nazi, hechas para encerrar a los judíos, y difícilmente salíamos bien librados de los avances en combate contra los mangos. Por eso conservamos las cicatrices en las piernas que el alambre de púas labró para siempre en la piel.
En el marco de la plaza se veía la casa de los Suárez Mantilla, con su antejardín encerrado en rejas y al frente el auto último modelo que ellos habían importado, como lujo que solamente se lo podían dar contadas familias.
Y quizá la de Apolinar Pineda quien por ésa época era el hombre más rico de Bucaramanga, cuya herencia era muy apetecida, a tal punto, que algo le quedó de ella a Samuel Arango Reyes, en un legado generoso que le hizo don Apolinar a una persona tan respetada y destacada en la política como Arango Reyes.
Al otro extremo estaban los Remolina, venidos de sus haciendas de Piedecuesta, mal geniados como ellos solos, virtud que aún conservan, pero que llevan con mucha gracia.
También los Navarro Serrano cuyo hermano mayor, Alfredo, fuera más adelante viceministro y los Lega, un poco más abajo por la calle 37.
Nosotros vivíamos en la 35 bis, ya a espaldas del parque, vecinos de los Gómez Pradilla, cuyo padre era muy aficionado a los toros.
Porque entre otras cosas, al costado occidental estaba el circo Bolívar en donde veíamos corridas de toros, con carteles que no lograron pasar a la historia, pero con figuras como Lorenzo Claverías, un español que seguramente era español, pero no torero.
En una tarde de esas de sangre, de seda y de sol, el toro no se quería ir ni por esas de éste mundo, no obstante los estoconazos fallidos de Claverías y los gritos alicorados de don Carlos Gómez Pradilla, con sus anisados Pinchón entre pecho y espalda, quien le gritaba al torero : ¡ Malo Claverías, más torero será tu abuela, porque usted no mata ni una mosca ¡.
Y el torero, seguramente herido en su amor propio y sudando a chorros le propinó al bicho semejante estoconazo, que ahí sí lo pasaportó como dicen los locutores de toros y quien dijo miedo. Don Carlos arrancó por peteneras anisadas : ¡ Asesino, Claverías, asesino, ¿ qué mal le estaba haciendo a usted el pobre animalito para matarlo en semejante forma?, ASESINO ¡, ASESINO!.
Y luego rodó por las graderías don Carlos.
Al otro costado, pero por la carrera, estaba don Fulgencio Gutiérrez con su familia, quienes por cierto pasaron una mala tarde cuando a mi hermano José Manuel, el pintor Pacheco de Suratá, le dio por tirar una caneca llena de barro a la casa de don Fulgencio, cuando a esa hora refulgían al sol las sábanas tendidas en el patio y don Fulgencio con mucha delicadeza las envió con su criada, para que nuestra madre las mandara a lavar y planchar.
En tanto que el maestro Pacheco se encerraba en el solar a llorar en forma desconsolada, llamándome a cada rato para saber si ya había llegado la Policía a llevárselo.
Y al costado oriental estaba la casa de un próspero comerciante, quien decidió suicidarse un día y nos conmocionó en tal forma a la generación vecina, que muchas noches la pasamos en vela, viendo el espectro de su figura y el revólver pavonado apuntándonos bien a la madrugada.
Y al frente de nuestra casa estaba la familia Torres, venida del norte, quienes mantenían la tienda del barrio y el hijo menor de la familia, Camilo, nuestro amigo, lo veíamos de pronto en la tienda vestido de mujer y con el cabello rapado, señal inequívoca de que sus padres lo habían castigado una vez más por alguna travesura.
Eran los comienzos de los años cuarenta del siglo XX, cuando había que esperar una hora para ver pasar un automóvil por aquellas calles desiertas.
¿ Oh témpora, oh mores ¡.

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