viernes, 29 de agosto de 2008

CARTAGENA



El encanto de Cartagena es especial. Y aguanta para todas las edades, porque cuando a uno lo llevaban por el Magdalena, desde Puerto Wilches, viajando en la Naviera Colombiana en el David Arango, o en la Marvásquez, el embrujo empezaba desde allí y no se agotaba porque ahí estaban las garzas en los amaneceres, desperezándose en la playa, como las adolescentes, hasta llegar a las murallas de piedra y caer bajo el agobio de tanto embrujo.
O llegar en avión a Crespo cuando el mar está ahí, respirando como una diosa que se acerca a lamer sus orillas y regresar convertida en espuma.
O volver por tierra, cuando la brisa se riega sobre la carretera y se va sobre la cara para tratar de ahogarnos en su plenitud y sentir que los pulmones se hinchan de tanto aire que se despliega. Luego caminar por sus calles llenas de balcones de madera donde acosa la historia y sale a las ventanas a tratar de volcar el pasado sobre el presente.
O recorrerla en las noches cuando el casco del caballo golpea sobre las baldosas, mientras arriba la luna corteja a la pareja que nos acompaña en el coche, como una compañía de eternidad que nunca se esfuma, porque ya es como parte de uno, como una arteria más o un corazón más que late al mismo ritmo del nuestro





Y el mismo encanto tiene Cartagena que de niños visitábamos en Marbella, en un modesto hotel que hoy es una cabaña olvidada, o al modesto hotel Playa de la avenida San Martín, que le voltea la espalda al mar, o al Hotel Caribe, que es una réplica de la Cartagena amable que le sonríe a uno, como si quisiera conquistarlo para dejarlo allí, admirando la playa como una estatua de sal! Pasar las mañanas enteras recogiendo conchas en el mar, mientras la espalda ardía al sol de un medio dia efusivo, cuando niño, o abriendo el apetito de todos los sentidos, bebiendo bajo la carpa el aniz o el rubio cuerpo de la cerveza y el whisky, cuando adulto, o ya viejo, tratando de cazar el espacio que le va a corresponder en ese tiempo sideral de los misterios.
O probar los buenos platos de una cocina que acogió en alguna época al Virrey Florez, cuando curaba sus dolores y fatigas en el siglo XVIII, esperando los piratas mientras los comuneros se levantaban en el Socorro y Charalá.
O le preparaba la cena a Rafael Núñez, en su casa, junto al mar, mientras nacionalistas y radicales se daban la pela en la fría Santafe de Bogotá.
O en el Capilla del Mar o en el Club de Pesca ahora, cuando la noche se cuela con toda la nostalgia encendida en el vuelo de las luciérnagas que bracean para verse en el mar. La Cartagena del tuerto López, de los Lemaitre, de las reinas y del mar que murió en una riña con la luna.

1 comentario:

Anónimo dijo...

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