viernes, 10 de agosto de 2012

HUMBERTO SILVA VALDIVIESO.

POR: RAUL PACHECO BLANCO. La vida política de Humberto Silva empezó alrededor del alzatismo. El alzatismo era un movimiento acaudillado por Gilberto Alzate, un robusto líder caldense, fogoso, de profesión caudillo, lleno de lecturas dispersas y quien se oponía de frente contra el caudillaje natural de Laureano Gómez dentro del conservatismo de los años cincuenta del siglo pasado. Y con Carlos Augusto Noriega y Hernando Sorzano González se convirtieron en los defensores de un conservatismo que quiso ser de contenido social, pero sin llegar a cuajar, pues todo se quedó en unas frases brillantes de Alzate, que por cierto hoy engalanan la casa de su fundación en la Candelaria. Lo cierto es que Humberto Silva se inspiraba en el falangismo español, sobre todo en José Antonio Primo de Rivera, que por esas épocas era el gran guía de una nueva derecha. El alzatismo era como el uribismo de ahora haciéndole oposición a Juan Manuel Santos, pero con mayor brillantez. Y Silva Valdivieso fue al Congreso y asistía a las grandes tertulias que se llevaban a cabo en la casa donde se editaba el Diario de Colombia, el periódico de Alzate. Allí disparaban a diestra y siniestra contra el régimen. Pero el momento culminante de la carrera política de Silva Valdivieso fue su llegada a la gobernación de Santander, donde se consolidó un poder muy fuerte, capaz inclusive de enfrentarse con los estudiantes de la Uis. A tal punto, que Silva se bajaba de su automóvil oficial para darse trompadas con los estudiantes. En el departamento no se movía una hoja sin el visto bueno del jefe y para cumplir esas órdenes estaba su cuñado Alfonso Nigrinis, quien a su vez disfrutaba de un poder muy amplio, a tal punto que esa época fue llamada la del “Nigrinato”. Igualmente llegó al directorio nacional como vicepresidente, haciendo fórmula con Alvaro Gómez, quien era el presidente. Pero los dos no se toleraban. Los Gómez siempre buscaban a incondicionales y Silva no era de esos, de ahí que no obstante la afinidad política, lo temperamental rompía cualquier acercamiento. En Silva se veía la devoción por el poder y a tal punto llegaba el suyo, que se dio el lujo de imponer gobernadores, a los cuales les amargaba el día de la posesión, pues cuando aquellos le mostraban el gabinete que habían elaborado, Silva les decía : el gabinete lo traigo yo. Y ese era. Aunque no era ni un orador ni un escritor, en la tribuna hacía valer su fuerza de jefe. Su época estuvo signada por la pasión partidista y de ahí que la vida de partido se vivía intensamente. Existía un fervor que trascendía el apego ideológico y se convertía en una devoción. Ya era el último de los grandes jefes que hubo en Santander, cuando existía una nómina de hombres fuertes como Hernando Sorzano, Carlos Augusto Noriega, Darío Marín Vanegas, que mantenía al rojo vivo el entusiasmo conservador.

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