viernes, 25 de mayo de 2018

GUSTAVO PETRO


POR: RAUL PACHECO BLANCO

 Petro no habla, actúa y cuando se dirige a alguien o alguien se dirige a él, tiene que sacar primero el carnet de afiliación al petrismo para poder ser el interlocutor de turno.

Pasado esto, viene una secuencia de volteadas de cabeza, de giros de sus manos, de expresiones de sus ojos que si se les siguen el paso, el interlocutor se marea.

Es como conversar con  el mar, cuando las olas se hinchan. Mientras tanto, Petro le perdona la vida al interlocutor, pero a medida que avanza en su exposición, se siente cada vez más el peligro de que caiga en desgracia ante él y se le condene a quien sabe qué responsabilidades.

Es la megalomanía andante. Es el narciso que se mira a sí mismo, se contempla, se escucha y se alaba o exige que se le alabe. A medida que habla va creando el pensamiento y se debe  sentir como un olor a pan fresco, recién hecho, que se expande por el ambiente o al menos se debe expandir para darle gusto al salvador del pueblo.

 El no es la encarnación de Gaitán, ni de Rojas Pinilla, sino que es el mismo Petro que ha bajado de los cielos para hacer la felicidad de su patria y de todos los patriotas que lo siguen.

Y ya que hablamos de patriotas, patriotas es lo mismo que petristas, solo con el cambio de un par de vocales. El está a la moda y por eso promete la utilización de ahora en adelante de las energías limpias, nada de fósiles, nada de petróleo y de gas, solo la materia pura del viento y del sol.

 Es como una vuelta al paraíso, en este caso, al paraíso tecnológico. A él se le calumnia cuando se le sitúa en la izquierda. Es un fascista auténtico, Para quien el estado lo es todo y la empresa privada debe hacerse a un lado o por lo menos competirle, pero con desventaja al estado.

Y tan fascista es que no permite la liquidación de la propiedad privada; a esta hay que estarla humillando con el estado, pero no liquidarla, porque debe pagar el precio de su expoliación al pueblo.

Y desde luego es la vuelta a la plaza pública con un balcón arriba donde está el caudillo que deslumbra al pueblo con su verbo y sus promesas y al cual se le debe dar el sometimiento de todas las horas. Es de nuevo el imperio del balcón, tal como lo concibió Benito Mussolini.

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