POR: RAÚL PACHECO BLANCO.
A uno se la hacía raro que un militar a la hora del almuerzo
de la tropa, en lugar de estar fisgoneando para ver en donde encontraba el motivo para imponer un castigo o vaciar a
un subalterno, el capitán Álvaro Valencia Tovar pasaba todo el tiempo
recorriendo las instalaciones del comedor, leyendo algún texto de estudio o de
literatura. No utilizaba lenguaje cuartelario.
Sus castigos eran adecuados a la falta, sin las desproporciones de otros
oficiales que la magnificaban para curar heridas viejas. Su capacidad de trabajo era admirable, el tren
intelectual de la escuela de Infantería, no obstante no ser el jefe, sin
embargo giraba en torno a él, tanto por su capacidad de trabajo, como por su
versación militar. Era el militar de mostrar y arrastraba discípulos que querían
copiarlo, por lo menos llevándose textos a los almuerzos para imitar el modelo.
La escuela de infantería tenía cuatro compañías: la A, la B , la C y la D, a la
cual pertenecíamos nosotros por la decisión de entrar a estudiar derecho. La mejor
compañía era la A, la más ordenada, cumplida, estricta y estaba comandada precisamente por el capitán
Valencia. Los bachilleres habíamos sido escogidos en los respectivos colegios,
no tanto por la aptitud física, como por
la orientación política. Ya Estábamos en
el gobierno del general Rojas Pinilla.
Al ver el físico del capitán Valencia, le daba a uno la impresión de
tanta fragilidad que no concebía cómo aguantaba el ajetreo militar y como
sobresalía, sin necesidad de que tuviera un cuerpo de mariscal. Sin embargo le
sobró fuerza y valor para ir por una parte a Corea a pelear con los comunistas
y, a enfrentar la guerrilla cuando estuvo en Santander y dar de baja a nadie menos que el cura Camilo
Torres. Pero volvamos sobre su fragilidad, que
era la primera impresión que despertaba, lo cual contradecía
completamente el accionar de un militar hecho a la medida de los más estrictos
cánones. Nada de fragilidad moral. En él no se podía concebir
por ejemplo, un falso positivo, nada más repugnante a su estructura de hombre
de combate, con una ética estricta de patria y de moral que hacían
completamente imposible concebir en él tan bajo proceder. Tenía el suficiente
carácter para guiarse por principios. Por
eso él no entendía que otros si lo hicieran y se la jugaba en paro defendiendo lo indefendible. Ha sido
el general de más soles que hayamos tenido nunca.
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