viernes, 20 de noviembre de 2015

EMBOLADA DE SANTANDEREANO


 

POR:  RAUL  PACHECO   BLANCO.

                            

Cuando yo prestaba servicio militar en la escuela de Infantería de Usaquén un día corríamos a trote limpio y al pasar por un sitio debajo de un árbol, un sargento les decía a sus soldados: y ahora al embolar las botas no les vayan a dar una embolada de santandereano. Me quedé  con la duda. Y traté de recordar algo que pudiera constatar esa realidad que el sargento paisa daba por sentado. Tardé varios días indagando por aquí y por allá y nada. Pero otro día, al salir del dormitorio y coger el amplio camellón que llevaba hasta la entrada del cuartel, me topé con el mismo sargento que daba la prédica a sus soldados, a todo volumen, con voz de mando y me quedé escuchándolo, absorto, tratando de descubrir el secreto de la embolada de santandereano. Y Me apunté por donde era, porque el sargento a renglón seguido y dando instrucciones sobre cómo se debían cuidar las prendas militares, les decía a los soldados: y las botas las deben embolar echándoles betún a toda su extensión y no hagan como los santandereanos que solamente embolan la pura puntica. Inmediatamente me acordé de mi papá y de las escasas ocasiones en que lo vi embolando sus zapatos: en realidad no le echaba betún sino a la pura punta. Y lo demás era puro cepillo y un trapito para terminar la poderosa embolada. Y pasaron los días en el cuartel, el frio que realizaba la ronda nocturna por entre las camas, la voz de mando del comandante de la compañía que gritaba a las cinco de la mañana: a levantarse la compañía y empezaba a tirar cobijas por donde pasaba. Y luego al  baño, en donde la ducha de agua helada  lo ponía a uno a temblar , pero le despertaba una fuerza de búfalo para enfrentar la faena del día, que podía cobijar una caminata hasta La Calera para acampar allí, hubiera buen tiempo o estuviera lloviendo a cántaros. Luego venía la postura del uniforme de fatiga y desde luego las botas. Y sin darme cuenta, ese día tomé una de las botas y me la fui colocando en la medida en que me iba dando cuenta de que no la tenía embolada sino en la pura punta. De todo esto me acordaba al pasar por el parque San Pio y ver a la gorda de Botero ”embolada” a pedazos en las partes bajas de la escultura y no en las partes altas.

 

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