POR: RAUL PACHECO BLANCO.
Yo empecé a conocer algo de Gabriel García Márquez a partir de la
lectura de la Hojarasca, hecha en una edición rustica, barata y sin mayores
bombos y platillos. Pero desde ahí uno notaba la huella de un escritor fuera de serie. Para ese entonces se imponía la descripción , al
estilo Azorín y Pereda , en donde se agotaban las páginas dedicadas a describir el paisaje. La influencia española
daba sus últimos frutos y solo los muy informados como un García Márquez , Cepeda Zamudio y los
escritores costeños , se embarcaban en la lectura de Faulkner, de Virginia
Wolf, de Joyce, de Kafka. . A uno le chocaba si, su notoria afiliación a la izquierda y su visión
partidista de la historia. Y cuando entra a publicar Cien Años de Soledad, la
primera impresión que surge es la distorsión de la historia para favorecer la
visión liberal. El héroe de la serie era nada más y nada menos que un guerrero
liberal que lucha contra el gobierno conservador y luego se entra a narrar la
matanza de las bananeras como si se tratara
de una tragedia griega, como la mayor atrocidad de la historia, pues entraba en
el mundo del sectarismo más crudo. Allí
se pintaba a uno de los nuestros, el doctor Miguel Abadía Méndez , como
un payaso trágico y nuestro glorioso ejército como una parranda de bandidos. Pero
luego se detenía uno a pensar en la imágen , ya no apolínea de Aureliano Buendía, sino apenas crapulosa , poseída de un
delirio de guerra, convertida en una especie de locura mística , para
terminar en un guerrero derrotado y frustrado, apenas dueño de una existencia
minúscula que solo le sirve para
dedicarse a fabricar pescaditos de oro. Y, luego los demás personajes , sobre
los cuales no se echa más luz que la que permite verlos desde el humor más
depurado, apenas alimentándose de su naturaleza y creyendo ver en ellos formas
históricas , cuando se trataba de personajes
de cartón y de hojalata. Era la más perfecta autocritica que se hacía a nuestra
historia y ponía en vilo a nuestros héroes y caudillos, para que nos diéramos cuenta de que habíamos sido engañados y que
todo aquello no era oro puro, sino
modesta escoria sobe la cual se pretendía elevar monumentos de
admiración y de lealtad. Era la cosmovisión del costeño que le quita trascendencia
a todo, que sitúa la valoración más abajo de la realidad y que la solemnidad cachaca
solo es eso, solemnidad de viento. Ya en aquel momento, García Márquez estaba
más allá del bien y del mal en materia de sectarismo político. Y tenía la
suficiente destreza para bajar del altar a los héroes de la víspera. Y que todo
aquello no era más que el resultado de nuestro subdesarrollo, del encierro en
que habíamos estado en cien años de soledad
absoluta.
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