lunes, 22 de abril de 2013

GÓMEZ GOMEZ




POR: RAUL   PACHECO  BLANCO.
Alfonso Gómez Gómez era un santandereano atípico :  no hablaba duro, no utilizaba malas palabras, no se jactaba de nada, no hablaba mal de nadie, no era de mal genio. Caminaba pasito, como decía con gracia Tiberio Villarreal. Y servía de ejemplo para diferenciar al líder del caudillo. El caudillo hincha el pecho, mira por encima del hombro, alza las cejas, da órdenes imperiosas, exige un seguimiento sin esguinces. El líder en cambio aglutina y pone  a mucha gente en contacto para llevar adelante una obra en común. Por eso aquel exige una subordinación total,  mientras que éste no exige más que mística en la labor que se está ejecutando. En él había un filósofo, un pensador que se metió  en la política para sacarle provecho a la paranoia de sus paisanos, que mientras estos vivían para no dejarse joder de nadie, Gómez Gómez  estaba enfrascado en alguna meta común. Por eso al hablar no era un tribuno, al estilo santandereano, de voz  engolada, de barítono o tenor de grandes alcances auditivos. Era un expositor reposado, un  maestro. Por eso uno no sabe si la verdadera vocación de Gómez Gómez fue la política o la educación. En ambas se metió  de lleno y encontraba tanto en una como en otra la plenitud de sus expectativas. Y sabía reírse de la vida y de los personajes. Tenia un  gran sentido del humor, dígalo sino su devoción por Figueroa, el gran humorista de la cotidianidad, el gran repentista, que le ponía  color y sabor a cualquier momento. Resultaba un contrapunto el talante trágico del santandereano con este dicharachero de Figueroa. Pero lo  más rescatable de Gómez Gómez era  su actitud religiosa ante las cosas, no ante las liturgias, sino ante la seriedad y la entrega en las causas en las cuales se involucraba, donde esperaba encontrar  el misterio de la creación. Esa religiosidad laica lo llevó a ser muy exigente con la moral, porque a diferencia del cura que predica pero no aplica, Gómez Gómez aplicaba y no predicaba. El vivía la política como un sacerdocio y la educación como una entrega al conocimiento. Por eso para él la democracia, el liberalismo, la masonería no eran palabras huecas sino actitudes religiosas . De ahí que fuera un santón de todo ello. De  la democracia, del liberalismo de la masonería. Porque la entrega era total, como si manejara un misterio que debía cuidar y articular. Si en principio fue sorpresa  encontrar a veinte sacerdotes en la ceremonia fúnebre en la Universidad, no lo es tanto si nos detenemos a pensar en el compromiso que él asumió en las diferentes actividades que desarrolló. Esa mística civil, para llamarla de alguna forma, en algo se emparenta con la mística por lo metafísico. Para él el voto era un  sacramento, como el respeto por el derecho de los demás, así  fueran sus adversarios. Nada en él era dejado a la buena de Dios, sino que estaba unido a una energía que reclamaba su propia coherencia. Nada era superficial en él, ni sus amores familiares, ni sus amistades, ni sus copartidarios. Su entrega era tan profunda que allá en el fondo se tocaba con raíces tan hondas  como la religión.


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