Esa mañana el sol lucía radiante, sin sombra alguna que
viniera a interrumpirlo y penetraba por todos los recodos de la entrada
principal del Externado de Colombia, poblada de muchos árboles, pero sin que
llegaran a perjudicar el brillo del sol. Se realizaba un acto académico, en
donde llevaría la palabra el expresidente
López Michelsen, quien se hallaba acompañado de su esposa, la niña Ceci,
como la llamaban las gentes de Valledupar, cuando aquel fue el primer
gobernador del nuevo departamento. Eran los años noventa.
Yo trataba de acomodarme, de buscar un lugar donde el sol no
apretara tanto y lo mismo le ocurría a otros tantos y, alumnos y profesores nos reuníamos para escuchar al expresidente.
En las filas de los invitados especiales estaba la niña
Ceci, pero sin que pudiera protegerse de alguna sombra amable. Se hallaba
sentada si, en un incómodo asiento metálico, pero con el sol de frente,
acariciándole el rostro blanco y sonriente. Miraba hacia un lado y otro y le paraba bolas a lo que decía su esposo,
quien leía su discurso, con ese dejo pausado que lo caracterizaba, rayano en la
languidez.
Yo por mi parte, cada vez que podía, mientras escuchaba al
expresidente López, miraba hasta donde se encontraba la niña Ceci, y establecía
comparaciones con la demás gente: Señoras muy bien arregladas, bien sentadas,
pero con la incomodidad a flor de piel, en sus rostros se veía el fastidio por
el sol que les caía de frente y sin esguinces. Y volvía a mirar a la niña Ceci,
y encontraba su rostro imperturbable, sin un
ligero gesto que denotara cansancio, fatiga, fastidio, nada, siempre la
sonrisa a flor de piel. Sin arrugar la cara.
Alguien al verla bajo el sol picante de tierra fría, que es
más fuerte que el de tierra caliente, le acercó una sombrilla compasiva para ablandar el
sol. Pero ella, con la misma sonrisa en los labios, sin mover un solo músculo
de la cara, dio las gracias y rechazó la oferta.
Ante esta actitud la amable anfitriona tuvo que retirarse
con su sombrilla en las manos, para colocarla en el mismo sitio donde la había
tomado.
Y la niña Ceci, seguía impávida. Y sonreía, como sonríe la
realeza en ceremonias parecidas.
Yo me distraje más mirando la actitud de la niña Ceci, que en
el discurso del compañero-jefe, y no
hallaba donde protegerme del sol calcinante,
que en nada afectaba el rostro sereno de la niña Ceci.
Ahora, a los 105 años y cuando ya no le caía el sol en la frente se ha ido con la misma
sonrisa en los labios, la Niña Ceci.
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