POR: RAUL PACHECO
BLANCO.
Para llegar a la Vitrola
se debe ir a la ciudad antigua y en una esquina se halla la casa colonial,
tocada de amarillo, con un gran letrero en la puerta que dice la Vitrola. Para entrar se debe pasar por una puerta que lo
hace envanecer a uno, pues se tiene que agachar, pues se trata de una puerta
estrecha, como si se fuera entrar a una bodega.. Al frente está la famosa vitrola.
Y a los lados se abren los salones en donde están colocadas las mesas. A mano izquierda aparecen micrófonos y toda
la parafernalia de la orquesta que por las noches se escucha en el restaurante.
Al frente, el amplio bar en donde se alinean los licores y en las paredes se
ven diversas fotografías, ya amarillas por el tiempo de personas que han pasado
por allí y de muchos personajes. Sabe a historia el restaurante y tiene ese
tono de las películas antiguas que deja
la pátina del tiempo., ese color sepia que tiene su encanto especial. Por lo
tanto, no es un restaurante ultramoderno, sino tradicional, que no viejo. Y aparece toda una marejada de
empleados, a tal punto, que le da a uno la sensación de que el restaurante ha absorbido el desempleo de
toda Cartagena. Meseros y meseras se pasean de un lado para otro, dispuestos a
atender al cliente.
La carta no es muy amplia y se despachan todos los platos en
una sola hoja larga, larga, como en el nocturno de José Asunción Silva. Escogimos los platos
que iban de pastas al pene con langostinos, hasta un arroz meloso que en realidad estaba meloso, a tal punto que
resultó demasiado meloso y no llegamos
hasta el fin. Al lado había un grupo
de cuatro personas de la
comunidad LGTB, que ora se llevaban las manos a la cara para arreglar una pestaña o para alinear la ceja, mientras
que el espíritu de cuerpo se manifestaba
en la charla, animada, tranquila, sin ningún desborde y ni siquiera la
algarabía de los costeños. Cada quien exponía sus propios melindres y enarcaba
las cejas y doblaba las manos y los brazos , en sendos contoneos. Eran quebraditos todos. De
resto, no había nadie. Eran los comienzos de diciembre de 2.013.
Y estábamos un poco estragados por el exceso de comida de
los días anteriores y por lo tanto no pudimos escoger ni disfrutar de los platos
que deben ser muy buenos, pues bien sabíamos que eran tan apetecidos, pues
cuando el chofer que nos llevó al restaurante me preguntó que a donde debía
llevarnos, le dije que a la Vitrola y
entonces me comentó : si va para la
Victrola vale cien mil pesos la carrera.
Salimos cuando el sol se
manifestaba más agresivo que nunca y nos perdimos por las bellas callejuelas de
la villa.
Ahora estamos en el Cheff Julián en una bella casona que se
abre en un gran salón hasta dar al tope.
A la izquierda de la entrada está el bar, desde donde se hacen los pedidos de bebidas y licores. Aparece el
mesero, moreno, con una discreta cortesía mientras va indicando algún sitio en
donde queramos situarnos. En una de las
paredes se puede ver un afiche de toros en donde se anuncia una corrida con
verdaderos maestros como El Juli y Julián González el propietario del restaurante. Antes de entrar al restaurante ya se sabía a
lo que íbamos : a comer paella. Así que
el pedido fue rápido y la espera no tanta, pero al final de ve gratificado el
cliente, porque terminan por servirla al
pie de la mesa, humeante todavía y se reparten las porciones con creces porque
la porción es abundante. La paella llena todas las expectativas y nos queda la
sensación de la nostalgia cuando ya abandonábamos el restaurante y veíamos a la
salida, una foto de la antigua sede que nosotros conocimos, ubicada en otro
lugar de la ciudad y en donde disfrutamos también de la especialidad de la
casa.
Al frente de chef
Julián queda precisamente el restaurante árabe. A la entrada se puede
ver una cripta con incrustaciones de piedra sobre la superficie de la pared y
el agua circulando por todos los costados, mientras las flores se entremezclan
con la dureza de la piedra. A mano
derecha tiene unas instalaciones bajo los árboles, pero está en remodelación.
De ahí que se sigue hacia un pequeño salón donde están atendiendo. El aire
acondicionado hace que la crudeza del sol
se opaque por lo menos mientras estemos allí. La carta es variadísima.
Pero son provocativas las carnes, como la que yo me comí , marinada con toda
clase de yerbas que le dan un sabor especial. Esta cocina árabe es fuera de
serie. Y creo que se caracteriza por esa consistencia en los sabores y en el manejo de los vegetales para
acompañar toda clase de platos. Cuando salimos no resistimos la tentación de
tomarnos una foto al lado de la cripta. Y cuando estábamos en esa faena ,apareció
una de las administradoras del
restaurante y se ofreció muy amablemente
para tomarnos las fotos que quisiéramos.
Y no podía faltar la comida peruana, por eso cuando fuimos a
la ciudad vieja y nos metimos por sus callecitas angostas, buscamos a la hora
del almuerzo el sitio indicado para hacerlo. Y restaurantes es lo que hay .
tantos, que se salen a la calle y los empleados se pelean los clientes en la
calle y ofrecen esto y lo otro con tal de cazar los clientes. Hasta hicimos entrar a uno de ellos, en donde
se servían corrientazos de seis mil
pesos , a nuestra cónyuge que apenas tuvo tiempo de dar un vistazo y echarse
para atrás , mientras fofi lograba tomar
una foto. Nos recomendaron el Cuzco. Y
allá llegamos. Se trata de otra casona, con una piscina casi a la entrada
mientras se riegan algunas mesas en esa especie
de corredor y a la entrada a mano
izquierda está el salón con aire acondicionado. Seguimos hacia el fondo, traspasamos la piscina y nos hicimos en una
mesa en donde estaba el enjambre de empleados, pues allí se recibían los platos
de la cocina, lo mismo que se entregaban los restos. Pedimos mariscos revueltos con queso parmesano. Eran tan
grandes que le parecía a uno estar abarcando con la boca un tiburón, pero
jugosos, crocantes, envueltos en el queso que le daban un sabor con muchos
adjetivos. Afuera hacía calor y los
meseros no acababan de extrañarse por no
haber entrado al salón con aire acondicionado.
Los meseros en parte tenían cara de peruanos, pero otros ya eran muy
cartageneros. Quedamos de volver.
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