domingo, 5 de enero de 2014

LOS RESTAURANTES DE CARTAGENA.



POR:   RAUL  PACHECO  BLANCO.

Para llegar  a la Vitrola se debe ir a la ciudad antigua y en una esquina se halla la casa colonial, tocada de amarillo, con un gran letrero en la puerta que dice la Vitrola. Para  entrar se debe pasar por una puerta que lo hace envanecer a uno, pues se tiene que agachar, pues se trata de una puerta estrecha, como si se fuera entrar a una bodega.. Al frente está la famosa vitrola. Y a los lados se abren los salones en donde están colocadas las mesas.  A mano izquierda aparecen micrófonos y toda la parafernalia de la orquesta que por las noches se escucha en el restaurante. Al frente, el amplio bar en donde se alinean los licores y en las paredes se ven diversas fotografías, ya amarillas por el tiempo de personas que han pasado por allí y de muchos personajes. Sabe a historia el restaurante y tiene ese tono de las películas antiguas  que deja la pátina del tiempo., ese color sepia que tiene su encanto especial. Por lo tanto, no es un restaurante ultramoderno, sino tradicional, que  no viejo. Y aparece toda una marejada de empleados, a tal punto, que le da a uno la sensación de que  el restaurante ha absorbido el desempleo de toda Cartagena. Meseros y meseras se pasean de un lado para otro, dispuestos a atender al cliente.

La carta no es muy amplia y se despachan todos los platos en una sola hoja larga, larga, como en el nocturno  de José Asunción Silva. Escogimos los platos que iban de pastas al pene   con langostinos, hasta un arroz meloso  que en realidad estaba meloso, a tal punto que resultó  demasiado meloso y no llegamos hasta el fin. Al lado  había  un grupo  de cuatro  personas de la comunidad LGTB, que ora se llevaban las manos a la cara para  arreglar  una pestaña o para alinear la ceja, mientras que el espíritu de cuerpo se manifestaba  en la charla, animada, tranquila, sin ningún desborde y ni siquiera la algarabía de los costeños. Cada quien exponía sus propios melindres y enarcaba las cejas  y doblaba las manos y  los  brazos , en  sendos contoneos. Eran quebraditos  todos. De  resto, no había nadie. Eran los comienzos  de diciembre de 2.013.

Y estábamos un poco estragados por el exceso de comida de los días anteriores y por lo tanto no pudimos escoger ni disfrutar de los platos que deben ser muy buenos, pues bien sabíamos que eran tan apetecidos, pues cuando el chofer que nos llevó al restaurante me preguntó que a donde debía llevarnos, le dije que a la  Vitrola y entonces me comentó  : si va para la Victrola vale cien mil pesos la carrera.  Salimos cuando el sol  se manifestaba más agresivo que nunca y nos perdimos por las bellas callejuelas de la villa.

Ahora estamos en el Cheff Julián en una bella casona que se abre en un gran salón hasta dar al tope.  A la izquierda de la entrada está el bar, desde donde se hacen  los pedidos de bebidas y licores. Aparece el mesero, moreno, con una discreta cortesía mientras va indicando algún sitio en donde queramos situarnos. En una  de las paredes se puede ver un afiche de toros en donde se anuncia una corrida con verdaderos maestros  como El Juli y  Julián González el propietario del restaurante.  Antes de entrar al restaurante ya se sabía a lo que íbamos : a comer paella. Así  que el pedido fue rápido y la espera no tanta, pero al final de ve gratificado el cliente, porque terminan por  servirla al pie de la mesa, humeante todavía y se reparten las porciones con creces porque la porción es abundante. La paella llena todas las expectativas y nos queda la sensación de la nostalgia cuando ya abandonábamos el restaurante y veíamos a la salida, una foto de la antigua sede que nosotros conocimos, ubicada en otro lugar de la ciudad y en donde disfrutamos también de la especialidad de la casa.

Al frente de chef  Julián queda precisamente el restaurante árabe. A la entrada se puede ver una cripta con incrustaciones de piedra sobre la superficie de la pared y el agua circulando por todos los costados, mientras las flores se entremezclan con la dureza de la piedra.  A mano derecha tiene unas instalaciones bajo los árboles, pero está en remodelación. De ahí que se sigue hacia un pequeño salón donde están atendiendo. El aire acondicionado hace que la crudeza del sol  se opaque por lo menos mientras estemos allí. La carta es variadísima. Pero son provocativas las carnes, como la que yo me comí , marinada con toda clase de yerbas que le dan un sabor especial. Esta cocina árabe es fuera de serie. Y creo que se caracteriza por esa consistencia en los  sabores y en el manejo de los vegetales para acompañar toda clase de platos. Cuando salimos no resistimos la tentación de tomarnos una foto al lado de la cripta. Y cuando estábamos en esa faena ,apareció una de las  administradoras del restaurante y se ofreció  muy amablemente para tomarnos las fotos que quisiéramos.

Y no podía faltar la comida peruana, por eso cuando fuimos a la ciudad vieja y nos metimos por sus callecitas angostas, buscamos a la hora del almuerzo el sitio indicado para hacerlo. Y restaurantes es lo que hay . tantos, que se salen a la calle y los empleados se pelean los clientes en la calle y ofrecen esto y lo otro con tal de cazar los clientes.  Hasta hicimos entrar a uno de ellos, en donde se servían corrientazos  de seis mil pesos , a nuestra cónyuge que apenas tuvo tiempo de dar un vistazo y echarse para atrás  , mientras fofi lograba tomar una foto.  Nos recomendaron el Cuzco. Y allá llegamos. Se trata de otra casona, con una piscina casi a la entrada mientras se riegan algunas mesas en esa  especie  de corredor  y a la entrada a mano izquierda está el salón con aire acondicionado. Seguimos hacia el fondo,  traspasamos la piscina y nos hicimos en una mesa en donde estaba el enjambre de empleados, pues allí se recibían los platos de la cocina, lo mismo que se entregaban los restos. Pedimos mariscos  revueltos con queso parmesano. Eran tan grandes que le parecía a uno estar abarcando con la boca un tiburón, pero jugosos, crocantes, envueltos en el queso que le daban un sabor con muchos adjetivos.  Afuera hacía calor y los meseros no acababan  de extrañarse por no haber entrado al salón con aire acondicionado.  Los meseros en parte tenían cara de peruanos, pero otros ya eran muy cartageneros. Quedamos de volver.

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