POR: RAUL PACHECO
BLANCO.
Estaba en el seminario dispuesto ha convertirse en un sacerdote con todas las
de la ley, cuando al viejo José, su
padre, le dio un derrame cerebral en plenos retiros espirituales en la finca de
los jesuitas . Le tocó dejar los hábitos que le esperaban para ponerse al
frente de los negocios de la familia, en momentos en que no todo era estabilidad.
Y dejó a un lado su
vocación por amor a su familia. Abandonó
todas las ilusiones trazadas desde la infancia
cuando soñaba en que algún día pudiera levantar una hostia y un vino para
rememora r el sacrificio de Cristo.
Y con el mismo
entusiasmo con que llegó al seminario salió para meterle el hombro a la empresa familiar.
Por cierto un bello oficio como una imprenta, olorosa a tinta de libro y en
donde podía hacer bellezas con la impresión.
Ya metido en el
cuento, se iba a las ferias internacionales
a comprar maquinaria para renovar la empresa y posicionó el negocio. Se convirtió en un verdadero pater familias ,
de esos de casta romana, para ayudar a sus hermanas y sobrinas, para atender al viejo enfermo y a
Teresa, que devotamente seguía los días al pie de la ventana de la casa, abierta de par en par, para que desde la hamaca pudiera disfrutar el viejo José del aire de la mañana y del murmullo de la calle que lo orientara en
su vida cautiva.
Desde allí siguió la batalla por la vida hasta que al fin
se fue y quedó José hijo consolidado como el centro benévolo de la familia,
aquel a quien siempre se llegaba con un abrazo y se encontraba con una
carcajada que hacía olvidarlo todo, porque la entrega de José fue a fondo.
Cuando se casó con una bella mujer que
encontró en una librería de Bogotá, decidió hacerla feliz y la hizo, porque dentro de él
no había sino eso : felicidad. Y quien la tiene la puede dar y José la daba a
raudales.
Yo creo que nunca se ha quejado de nada, aunque la vida le pasó sus cuentas y lo llevó a las salas de cirugía, que perdían
el
muñequeo de su atmósfera tétrica con aquel humor que daba hasta para reírse de
las tragedias. La sala de cirugía siempre quedaba oliendo a humor fresco,
porque de allí salía José más nuevo que nunca, dispuesto a seguirle tomando el
pelo a la vida y a reírse con los demás., y no de los demás, como decía mi
suegro.
Asistir a una charla
con José es como asistir a un concierto de carcajadas y a un spa de
rejuvenecimiento. Ahora tiene canas y es
la viva estampa del viejo José, solo que con la plenitud de haber cumplido con
su deber, un deber múltiple que él nunca desechó, ni se quejó, ni fue inferior
al reto que le puso el destino. Hoy es el gran hijo, el gran hermano, el gran
padre, el gran abuelo, que como un árbol de mucha sombra cobija a todos los
suyos y nadie puede quejarse de una insolación. Ahora le sigue tomando el pelo a cuanto mal
se le aparece y ni siquiera le hace mella en su ánimo que no transige ni con
las penas ni con el mal genio, porque a todo le planta el sello de su alegría
desbordante.
Hoy, cuando todo se
concreta en una espiritualidad que quiere abarcar la felicidad completa, José
es un texto abierto para aprender en él a crear la plenitud a su alrededor, la
fe, la alegría, el optimismo. Es un camusiano a su manera, porque en medio de
lo absurdo de la vida, él se las ingenia
para sacarle partido.
El ya no clama por un
paraíso , porque ya lo ha vivido : con
su mujer, con su hogar, con sus hijos, con la alegría de todas las mañanas
cuando sale el sol para calentar los
ladrillos de la calle y de las casas.
Si los sacrificios,
el buen comportamiento y el amor a los demás jerarquizan para llegar a ser
santo, en José encontramos a un santo, con la diferencia de que no está en los
altares, sino en la vida, riéndose a carcajadas.
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