POR: RAÚL PACHECO BLANCO.
El Externado de Colombia tenía muy buenos profesores: Darío
Echandía, Antonio Rocha, Hernán Salamanca, Vargas Rubiano, Aurelio Camacho, Hernando
Morales, el “sapo” Gómez, Agustín Gómez Prada, Flinkestein, entre otros, y
Carlos Restrepo Piedrahita. Era una nómina de lujo. En la vieja sede de la 24
uno veía llegar a Restrepo, con esa figura de palma de cera del Quindío, sus
pasos largos y un corbatín permanente, heredado de la época de oro del
liberalismo, cuando Alfonso López los lucia luego de cortas temporadas en Londres
y lo imitaba Julio Cesar Turbay. Ya había estudiado en Alemania y se contaba
entre los constitucionalistas más destacados del país, por eso fue ministro,
embajador y consejero permanente en temas constitucionales de sucesivos
gobiernos. Pero no se salía de la cátedra, Era austero como el que más, después
de clases lo veía uno paseando por la séptima y entrando al Monte Blanco de la
Jiménez o en la veintidós, bien sea almorzando o tomándose unas medias nueves o
unas onces. Y siempre solo. Sus clases eran magistrales y no obstante su lejanía
y su distancia, siempre era respetuoso y cortés, comunicativo dentro de su
mutismo. Por eso al paso de los años y,
cuando vino el cambio de sede y yo llegué por los años 90 al Externado, a devolver
algo de lo que me dieron, allí estaba como un roble el viejo maestro,
convertido en símbolo del Externado, con
su oficina de vicerrector, cuando su joven amigo Fernando Hinestrosa había
heredado de su padre la rectoría. Y había un centro de estudios
constitucionales que llevaba su nombre y se había lanzado su libro sobre las
constituciones de Colombia en edición de lujo, al mismo tiempo que mantenía su
catedra en los post-grados, con la plena aceptación de sus alumnos. En las
horas del almuerzo llegaba al restaurante de la Universidad, con una espléndida
vista sobre los tejados de la Candelaria, acompañado de una señora ya de edad,
en la primavera de su vejez, con esa
belleza tardía que se queda en ciertas mujeres para siempre. O de lo contrario,
solo. Lo visité por última vez cuando llegaba a los noventa años y me fui hasta
su oficina para saludarlo y estaba allí, como cualquier profesor primíparo preparando
su hora de clase. Y me dijo, no lo puedo atender más porque ahora entro en
catedra. Es decir, como un sacerdote que
se prepara para consagrar el cuerpo de Cristo. Y llegó a los ciento un años,
lúcido.
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