POR: RAUL
PACHECO BLANCO.
Alfonso Gómez Gómez era un santandereano atípico : no hablaba duro, no utilizaba malas palabras,
no se jactaba de nada, no hablaba mal de nadie, no era de mal genio. Caminaba
pasito, como decía con gracia Tiberio Villarreal. Y servía de ejemplo para
diferenciar al líder del caudillo. El caudillo hincha el pecho, mira por encima
del hombro, alza las cejas, da órdenes imperiosas, exige un seguimiento sin
esguinces. El líder en cambio aglutina y pone a mucha gente en contacto para llevar adelante
una obra en común. Por eso aquel exige una subordinación total, mientras que éste no exige más que mística en
la labor que se está ejecutando. En él había un filósofo, un pensador que se
metió en la política para sacarle
provecho a la paranoia de sus paisanos, que mientras estos vivían para no
dejarse joder de nadie, Gómez Gómez estaba enfrascado en alguna meta común. Por
eso al hablar no era un tribuno, al estilo santandereano, de voz engolada, de barítono o tenor de grandes
alcances auditivos. Era un expositor reposado, un maestro. Por eso uno no sabe si la verdadera
vocación de Gómez Gómez fue la política o la educación. En ambas se metió de lleno y encontraba tanto en una como en
otra la plenitud de sus expectativas. Y sabía reírse de la vida y de los
personajes. Tenia un gran sentido del
humor, dígalo sino su devoción por Figueroa, el gran humorista de la
cotidianidad, el gran repentista, que le ponía color y sabor a cualquier momento. Resultaba
un contrapunto el talante trágico del santandereano con este dicharachero de Figueroa.
Pero lo más rescatable de Gómez Gómez
era su actitud religiosa ante las cosas,
no ante las liturgias, sino ante la seriedad y la entrega en las causas en las
cuales se involucraba, donde esperaba encontrar el misterio de la creación. Esa religiosidad
laica lo llevó a ser muy exigente con la moral, porque a diferencia del cura
que predica pero no aplica, Gómez Gómez aplicaba y no predicaba. El vivía la
política como un sacerdocio y la educación como una entrega al conocimiento.
Por eso para él la democracia, el liberalismo, la masonería no eran palabras
huecas sino actitudes religiosas . De ahí que fuera un santón de todo ello. De la democracia, del liberalismo de la masonería.
Porque la entrega era total, como si manejara un misterio que debía cuidar y
articular. Si en principio fue sorpresa encontrar a veinte sacerdotes en la ceremonia
fúnebre en la Universidad, no lo es tanto si nos detenemos a pensar en el
compromiso que él asumió en las diferentes actividades que desarrolló. Esa mística
civil, para llamarla de alguna forma, en algo se emparenta con la mística por
lo metafísico. Para él el voto era un sacramento, como el respeto por el derecho de
los demás, así fueran sus adversarios.
Nada en él era dejado a la buena de Dios, sino que estaba unido a una energía que
reclamaba su propia coherencia. Nada era superficial en él, ni sus amores
familiares, ni sus amistades, ni sus copartidarios. Su entrega era tan profunda
que allá en el fondo se tocaba con raíces tan hondas como la religión.
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