POR: RAUL PACHECO
BLANCO.
Cuando yo prestaba servicio militar en la escuela de Infantería
de Usaquén un día corríamos a trote limpio y al pasar por un sitio debajo de un
árbol, un sargento les decía a sus soldados: y ahora al embolar las botas no les
vayan a dar una embolada de santandereano. Me quedé con la duda. Y traté de recordar algo que
pudiera constatar esa realidad que el sargento paisa daba por sentado. Tardé
varios días indagando por aquí y por allá y nada. Pero otro día, al salir del dormitorio
y coger el amplio camellón que llevaba hasta la entrada del cuartel, me topé
con el mismo sargento que daba la prédica a sus soldados, a todo volumen, con
voz de mando y me quedé escuchándolo, absorto, tratando de descubrir el secreto
de la embolada de santandereano. Y Me apunté por donde era, porque el sargento
a renglón seguido y dando instrucciones sobre cómo se debían cuidar las prendas
militares, les decía a los soldados: y las botas las deben embolar echándoles betún
a toda su extensión y no hagan como los santandereanos que solamente embolan la
pura puntica. Inmediatamente me acordé de mi papá y de las escasas ocasiones en
que lo vi embolando sus zapatos: en realidad no le echaba betún sino a la pura
punta. Y lo demás era puro cepillo y un trapito para terminar la poderosa
embolada. Y pasaron los días en el cuartel, el frio que realizaba la ronda
nocturna por entre las camas, la voz de mando del comandante de la compañía que
gritaba a las cinco de la mañana: a levantarse la compañía y empezaba a tirar
cobijas por donde pasaba. Y luego al baño,
en donde la ducha de agua helada lo
ponía a uno a temblar , pero le despertaba una fuerza de búfalo para enfrentar
la faena del día, que podía cobijar una caminata hasta La Calera para acampar
allí, hubiera buen tiempo o estuviera lloviendo a cántaros. Luego venía la
postura del uniforme de fatiga y desde luego las botas. Y sin darme cuenta, ese
día tomé una de las botas y me la fui colocando en la medida en que me iba dando
cuenta de que no la tenía embolada sino en la pura punta. De todo esto me
acordaba al pasar por el parque San Pio y ver a la gorda de Botero ”embolada” a
pedazos en las partes bajas de la escultura y no en las partes altas.
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